miércoles, 6 de enero de 2010

Volver a casa


Siempre regreso a lo que soy cuando vuelvo a la casa de mi madre. El olor del limpiador de pisos, el sabor del arroz cocido, el sopor de las 2 de la tarde que enreda el sueño hasta las 3 o 4. Volver a la casa de infancia es recorrer los pasos como un fantasma perdido. Tocar la puerta, entrar directamente al cuarto que fue mío y desde ese momento volver a hacer cosas de cuando se era niño. Meterse a la cama de la mamá a ver televisión hasta la media noche, buscar siempre su mano sobre mi cabeza, escoger el menú del día: la sopa típica, el pollo al horno, el jugo de curuba en leche.
Volver a la casa de infancia es recordar de qué estoy hecha. Amigos de cuadra, ensayos de coro, misa de seis, rutas de buses con nombres rebuscados como Igsabelar, Altamira, Real de Minas, Pan de azúcar y Limoncito. Es comer caldo con arepa santandereana del Restaurante El Tony y hamburguesas en Mercagán.
Cada vez que vuelvo a mi casa en Bucaramanga, una ciudad de 800.000 habitantes en el nororiente de Colombia, se despierta esa sensación de haber llegado al único lugar al que pertenezco. Salí de ahí hace 9 años, impulsada por esa búsqueda de mejor futuro que siempre se cree está en la capital. Pero cada vez que voy, al sentir el calor de sus casi 30°C., el acento brusco con el que hablamos los que de ahí somos, al caminar por los parques que están por todas partes, siento que quiero regresar, algún día. Regresar, y nunca más volver a sentir esa punzada en el corazón que siento cuando me despido de mi mamá y me voy con el dolor atragantado de que el tiempo pasa, ella envejece y no se cuánto más va a estar esperándome en la puerta.