martes, 20 de octubre de 2009

Tengo miedo de hablar

A veces me aterra el país. Y no hablo del mínimo de muertos que siempre está en los titulares, ni de los barcos repletos de dólares que llenan los narcotraficantes. No hablo de los escándalos diarios de lazos íntimos entre el Congreso y los paramilitares ni de los cientos de pedazos de cuerpos que a diario se desentierran, fruto de las confesiones de sus matones. No. A eso estoy acostumbrada. Y lo digo con el cinismo de quien ha crecido rodeada de muertos. Creo que hay una violencia peor que todo esto, y esa es la que me aterra: la violencia de los “colombianos de bien”, que tiene la cara de la intolerancia, rayante en la demencia, que vivimos en esta sociedad inviable, que se dividió en amigos y enemigos, en buenos y malos. Y a los enemigos hay que acallarlos.

No voy a entrar a hablar del Gobierno, ni de reelecciones, ni de gobernantes de un pueblo histérico que, en una especie de convulsión colectiva, no tiene duda de que cambiar de gobernante es saltar ciegos hacia al abismo. Quiero hablar de la intolerancia y la intransigencia que se vive en el día a día, donde se perdió tal vez el derecho más valioso de una nación libre: el derecho a expresar y opinar, y sobre todo, el derecho disentir.

Hoy no se puede estar en desacuerdo con la mayoría, o con el Gobierno, o con las políticas que tienen el aplauso de la masa, porque vienen los señalamientos de terrorista, guerrillero, izquierdoso, “enemigo de la paz y de la democracia”. Asesino. Y no exagero. Cada vez que he participado de espacios donde alguien se atreve a decir algo en contra, vienen cuestionamientos del tipo ¿o sea que a usted le gustaba más el país cuando ni siquiera se podía viajar en carretera? ¿O sea que usted prefiere que el chavismo se meta a Colombia? ¿O sea que usted quiere que esto se lo tomen el narcotráfico y la guerrilla?... ¿Pero quién ha dicho eso? ¿Quién ha nombrado a Chávez? ¿Quién quiere un país en manos de la guerrilla? Y las manos se agitan y la voz se levanta y nadie escucha. Nadie escucha. Es que nadie escucha. Se despierta una fiera interior dispuesta a devorarse todo lo que huela a estar en contra. Se es amigo o se es enemigo. No hay grises.

Lo vi palpitante con la nominación al Premio Nobel de Paz de Piedad Córdoba, una senadora de izquierda que, con los fines que sea, ha intermediado con las Farc para lograr la liberación de secuestrados, y les guste o no, lo ha logrado. “Negra”, “asesina”, “ficha del narcotráfico”, “terrorista”, “vergüenza nacional” fueron solo algunos pálidos adjetivos otorgados a la candidata.

Los oficiales superiores de las Fuerzas Militares, guardianes de la moral nacional, se unieron en una carta, donde adoloridos, señalaron con su índice a un ex General que no condenó la tal nominación: “… no concebimos la miopía de nuestro General Artillero (...) al avalar a Piedad Córdoba como Nobel de Paz, cuando ha debido liderar movimientos jurídicos que la sindiquen como adalid de la Farcpolítica y promotora de la guerra en nuestro país, sin mencionar la principal aureola que debe cernirse en sus sienes, la de ser responsable del delito de ‘Traición a la Patria" . Para terminar diciendo que el Nobel es un premio históricamente manipulado por organizaciones de izquierda y que la senadora postulada “… lo que hace en su periplo político es congraciarse con enemigos del país como las Farc, que ven en ella una vocera o aplaudiendo regímenes comunistas como el de Chávez, abierto enemigo de Colombia”.

Los foros de El Tiempo, el periódico de mayor circulación del país, no son más que una cloaca de exabruptos, amenazas, insultos, agresiones entre unos y otros, los que están de acuerdo y los que no. Una guerra verbal a muerte por decirle al otro que es un enemigo por pensar distinto. Piensa distinto= usted es mi enemigo.

El miedo a hablar es tanto, que ni siquiera en las reuniones familiares, de amigos, de colegas, se puede opinar diferente, porque vienen las paradas de la mesa, los manotazos y el abandono del lugar. Lo he visto muchas veces, y en muchos lugares.

Tengo miedo de hablar. Tengo miedo de opinar. Tengo miedo de pensar distinto. No quiero que me digan guerrillera, ni terrorista, ni enemiga de nada. Porque no lo soy, y estoy bien lejos de serlo. Solo quiero ejercer mi legítimo derecho a criticar, a pensar, a veces a favor, a veces en contra, a veces un poco ambos.

Hace poco leí la carta que Juan Pablo Escobar, hijo de Pablo Escobar, les escribió a los hijos de Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara, huérfanos de la mano sanguinaria del Capo de Capos. Sebastián Marroquín, (la nueva identidad del hijo de Escobar), pidió perdón en nombre de su padre, por el asesinato de estos mártires, que simbolizan la infamia de una de las épocas más sangrientas de la siempre sangrienta historia de Colombia. Y les dijo: “¿Seremos capaces de transformar a nuestra querida nación con nuestra actitud? Apuesto a que sí, y apuesto a que la única manera es aceptar al otro como un legítimo otro, aunque este opine contrario a mis ideas, pero se trata de tener la capacidad de conversar, de dialogar, pues sólo así podremos diseñar escenarios de futuro para impulsar un cambio real”.

Hablar. Opinar. Disentir. Respetar. Sin eso, ninguna historia va a cambiar.

A ver si dejamos estallar está bomba de tiempo.

jueves, 15 de octubre de 2009

¡Qué daño el que nos hizo el feminismo!



Creo que el feminismo fue un movimiento que nos fregó como mujeres. Y no soy una de esas criadas para buscar el marido que pague la peluquería o que sabe cuál es la mejor forma de sacar las manchas del tapete. No. No soy de las que viven en el pasado y exclaman aterradas ¡cómo han cambiado los tiempos! Al contrario. Creo que soy el ideal que buscó la liberación femenina: ocupo un cargo directivo, vivo sola, tengo un carro, una cama doble que solo comparto cuando quiero y bastantes millas en mi tarjeta de viajero frecuente. Y no tengo más de 35.

Hago presentaciones en power point, presido reuniones y de mi boca han salido palabras detestables como sinergía, benchmarking o apalancamiento. Pero además, me pinto las uñas, voy al gimnasio, me hago masajes para no perder la línea, uso minifalda y me tinturo el pelo. Porque para ser exitosa, no solo basta con tener un buen cargo ejecutivo. Es esencial pesar menos de 55 kilos.

Y a toda esta escenografía de libertades, independencia y triunfos profesionales, hay que agregarle una mamá que está esperando que le des un nieto, un montón de primas que comentan que ya te dejó el tren y varios compañeros de trabajo que repiten que por algo será que andas sola, “porque la vieja tiene que ser bien jodida”.

¿Qué carajos implica ser mujer hoy? Quienes rondamos los treinta, estamos perdidas en la respuesta. Si eres exitosa profesionalmente, los hombres se espantan, pues, aunque digan que no, el macho quiere seguir siendo macho, y no va a estar al lado de alguien que se lleve los aplausos. Si eres tan dueña de ti que te atreves a pedir lo que quieres, cuidado: hay que saber dónde está el justo medio entre la satisfacción de lo erótico y lo que para el otro es el comienzo de una prostituta solapada. Si pagas la cuenta, lo ofendes, si no la pagas, “tacaña”, ¿con toda esa plata y no invita? Si tienes un hijo, lástima, ¡tenías tanto futuro por delante..! Si no lo tienes, ¿qué esperas?, ¡al paso que vas tendrás un nieto!

El feminismo hubiera sido perfecto, si al habernos cargado en el hombro todas esas responsabilidades que antes eran del sexo masculino, hubiéramos podido descargar algunas consideradas propias de lo femenino.

El verdadero triunfo de las mujeres se hubiera dado si a la par de los gritos encolerizados de las féminas de igualdad e independencia, hubiéramos escuchado las gruesas voces barítonas reclamando el legítimo derecho a aprender a planchar. Si las calles se hubieran llenado de pancartas exigiendo el derecho a entrar a la cocina sin limitaciones, el acceso al conocimiento del uso de la olla a presión y la garantía constitucional de poder abandonar la junta directiva para asistir a la entrega de notas de los niños. Y qué decir de una reforma laboral donde se consagraran dos horas de permiso para que los papás pudieran ir a la casa, cambiar el pañal y alimentar el niño.

Pero no. Pedimos igualdad en el trabajo, en las responsabilidades económicas y en las obligaciones profesionales, pero nunca dejamos de lado el deber de ser mamá, de ser esposa, de cuidar la casa, y preparar el desayuno.

Confieso que me gustaría que las nalgas se rebosaran de mi pantalón sin que eso me importara. Que me encantaría saber cómo se prepara un guiso. Que un hombre me abriera la puerta y me corriera la silla. No tener que decir cosas inteligentes todo el tiempo. Ver mis pechos a reventar y amamantar a mi hijo. Ser simple. Hacer una familia y consentir a mi marido.

A veces, cuando en la mitad de una junta todos hablan y compiten por mostrar quién es el más brillante de la sala, me imagino como sería estar discutiendo con mis amigas con qué se quitan las manchas del tapete, cuál será el menú para la cena y cuál el mejor regalo de cumpleaños para mi marido. Antes de apurarnos, porque es hora de irnos para la peluquería.